La Gran Recesión, iniciada con la quiebra de Lehman Brothers en 2008, ha servido para cuestionar el modelo de globalización imperante en las últimas décadas (Steger, 2017). Al mismo tiempo, ha contribuido a acelerar la emergencia de China como gran potencia mundial ─ en 2008, ocupaba el tercer puesto mundial, con un 31,4% del PIB norteamericano; en 2021, ocupa el segundo y su PIB es el 73,5% del de EE.UU. ─ hasta el punto de disputar la hegemonía americana (Jacques, 2012; Spykman, 2017). Todo ello en un contexto de reformulación creciente de la sociedad internacional, en el que se cuestiona su paternidad occidental, antes indiscutida, y se colocan sobre el tablero nuevos problemas candentes como los polémicos límites de la soberanía, los debates sobre la gobernanza global o la amenaza que representa el poder disruptivo de las comunicaciones digitales (Dunne/Reus-Smit, 2017). Una reformulación que afecta también al proyecto de unificación europea puesto en marcha tras la Segunda Guerra Mundial que ha visto cancelado su horizonte de ampliaciones sucesivas, con el Brexit, y se enfrenta a la difícil convivencia con culturas políticas, y no sólo, con tradiciones distintas a las de la Europa aliada occidental, las de la(s) otra(s) Europa(s).

La literatura científica ha registrado la expresión “otra Europa” para referirse a realidades diferentes. Al margen de las menciones relacionadas con los territorios que en otros continentes formaron parte de los imperios europeos en distintos momentos de la historia y que suelen recibir este apelativo, hay una cierta tendencia a emplear “otra Europa” cuando se habla de espacios geográficos o culturales más allá de los contornos del antiguo imperio carolingio o, centrándose en la historia del presente, en la conocida como Europa de los Seis. Así, George A. Schopflin (1964) empleó este término para aludir a los países asociados en la EFTA. Otros emplean este concepto en el contexto de la otredad necesaria para construir identidades propias. La otra Europa, en el proceso de integración europea y desde posiciones postestructuralistas, sería el pasado de conflictos bélicos que se quería dejar atrás, si bien el fin de la Guerra Fría colocó sobre el tablero de la otredad aspectos geográficos ─ Turquía, Rusia…─ y culturales ─ cristianismo Vs. Islamismo ─ (Díez, 2004). En los países escandinavos se ha utilizado para señalar su particular Sonderweg que, entre otras cosas, ha hecho que no viviesen un “momento democristiano” tras la Segunda Guerra Mundial, como si lo hizo la Europa continental (Strang, 2019). Sin embargo, la mayoría de las citas remiten a los países que quedaron bajo la órbita soviética, excluyendo inicialmente a los Estados bálticos por considerarlos parte integrante de la URSS (Walters, 1988; Rupnik, 1989) para incluirlos después. Entre 1984 y 1995, la editorial L’ Âge d’ homme publicó la revista L’ Autre Europe, dirigida por el profesor Wladimir Berelowitch, director de estudios de l’École des Hautes Études en Sciencies Sociales (EHESS) con esta misma perspectiva. La editorial Penguin abrió una serie, “Writers from the Other Europe”, bajo la dirección de Philip Roth, en la misma línea.

Recientemente, en mayo de 2021, acaba de fundarse una muy interesante red de investigadoras e investigadores, la Red Española de Investigación sobre Europa Central y Oriental (REIECO), comandada por el profesor José M. Faraldo y la profesora Sarah Lemmen. En su web, denominan a su espacio geográfico de estudio como “la otra Europa”, incluyendo a Alemania y Austria por occidente y a las antiguas repúblicas soviéticas por oriente, para delimitar a la Europa central y del este. No obstante, señalan: ‘Desde la perspectiva española, “la otra Europa” suele ser Europa del Este. Al mismo tiempo, Europa del Sur es a su vez “la otra Europa” para el Este del continente’ UCM-La otra Europa. Historia cultural y social en Europa del Este y del Sur (consultada el 11 de febrero de 2023).

Con esta polisemia en el concepto y en el contexto de la integración, vamos a interpretar la(s) otra(s) Europa(s) en un triple sentido: geopolítico, cultural y de género. Desde la primera de estas perspectivas, entenderemos por otras Europas aquellos territorios que se quedaron fuera de las instituciones y organismos creados en la posguerra por ser vistos como países con regímenes totalitarios o autoritarios incompatibles con los valores encarnados en el proceso de unificación. Con esta definición por delante, las autodenominadas “democracias populares” impuestas por los soviéticos en la Europa central y oriental serán objeto de estudio en el presente proyecto, pero también lo será la bautizada como “democracia orgánica” por el régimen franquista en España.

Desde la perspectiva cultural, hay un consenso amplio en que el factor religioso ha jugado un papel destacado en el proceso de unificación, especialmente en el contexto de la Guerra Fría, pero también previamente, en el marco de la Europa de entreguerras. Centraremos nuestro análisis en dos ámbitos: la contribución de la Iglesia católica y la de los diversos movimientos ecuménicos emergidos en tales décadas. En la esfera del catolicismo, la diplomacia de la Secretaría de Estado del Vaticano se compaginó con las diversas iniciativas transnacionales lideradas por el clero – secular o regular – y las organizaciones emergidas entre la militancia seglar. En el ámbito del ecumenismo, surgido inicialmente en las denominaciones protestantes, pronto se incluyeron líderes de la comunidad ortodoxa, la judía y la católica. Dos libros de relevancia internacional y muy reciente publicación, centrados en el análisis de la Ostpolitk vaticana (Ickx, 2021) y de las iniciativas ecuménicas (Ferracci, 2021), suponen un punto de partida imprescindible para evaluar lo analizado hasta ahora e indagar en muchos de los interrogantes que siguen a la espera de respuesta.

En estrecha relación con los dos enfoques previos, la perspectiva de género nos adentrará en el papel ejercido por las mujeres en los relatos y las redes del internacionalismo y el europeísmo, no solo como objeto de posible tratamiento por parte de la Europa de sus colegas varones, sino muy especialmente como sujetos de construcción de tales redes y debates, a fin de visibilizar su importante papel y legado. Las organizaciones femeninas (y feministas) ejercieron un papel notable en el internacionalismo de la Europa de entreguerras, pero también desarrollaron una actividad reseñable en las redes culturales tejidas por diversas organizaciones en el seno de la UNESCO o del Consejo de Europa (Owens, 2021). En el caso español, a las iniciativas internacionalistas forjadas previamente antes de la guerra, se suman las de las mujeres en el exilio, y las de las delegadas españolas incorporadas en diversas instituciones internacionales. Algo semejante sucedió con aquellas mujeres de aquellas “otras Europas” que participaron, no solo en la construcción del relato internacionalista sino muy especialmente en su puesta en práctica.

En la sociedad internacional intervienen actores diversos. Atrás han quedado los tiempos en los que el Estado ejercía el monopolio de la actuación. Hoy el panel es más rico e incluye también a las organizaciones internacionales gubernamentales, a las empresas multinacionales o transnacionales, a las organizaciones no gubernamentales y a las personas. Vamos a centrar nuestro foco de atención en estos dos últimos actores, intentando aquilatar su contribución al proceso de unificación europea y a la consolidación de la sociedad internacional contemporánea que ha llegado a nuestros días.
Los años previos y los inmediatos al primer centenario de la puesta en marcha de la Sociedad de Naciones (SdN) han generado una corriente de revisión crítica de su trayectoria, en particular, y de los pilares de la sociedad internacional contemporánea, en general, en la historiografía internacional (Gorman, 2012; Mazower, 2013; Pedersen, 2015; Jackson/O’ Malley, 2018; Pemberton, 2020; Biltoft, 2021). También este eco se ha recogido en la historiografía nacional (Sánchez Román, 2021a; 2021b), en forma de estado de la cuestión y nuevos enfoques.

En general, se han diversificado los campos de interés al tiempo que se ha ido imponiendo la perspectiva de la historia global y transnacional. Tras la disolución de la SdN, el desinterés y el olvido de la literatura científica por la organización ginebrina sólo se vio roto para realizar un balance muy negativo de su fracaso en preservar la paz a través de los mecanismos de la seguridad colectiva. La hegemonía de la escuela realista de las relaciones internacionales en aquellos años explica, en parte, esta situación. El final de la Guerra Fría y la emergencia de otras escuelas académicas ─ intergubernamentalismo liberal, teoría crítica ─ han recuperado a la SdN como un actor significativo de la sociedad internacional, muy especialmente gracias al notable desempeño de sus instituciones y órganos técnicos (comunidades epistémicas) ─ base necesaria del actual organigrama del sistema de Naciones Unidas y del recorrido que han tenido y tienen las apuestas por métodos de gobernanza tecnocráticos ─ y a su activismo humanitario (pasaporte Nansen) ─ precedente próximo/remoto de las posteriores declaraciones de derechos humanos y del auge actual del derecho humanitario, por ejemplo ─.

La perspectiva transnacional, antes comentada, no ha sido ni es un obstáculo para aproximaciones que pongan en valor las contribuciones nacionales (Sluga, 2013), bien sean colectivas, en tanto que Estados u organizaciones internacionales, o individuales (Barros, 1979; Balinska, 1995; Burguess, 2016; Chaumont, Rodríguez García y Servais, 2017). En este sentido, el papel jugado por destacadas españolas y españoles en la conformación de la sociedad internacional surgida de la Gran Guerra es una parcela de la historia no suficientemente estudiada. Imbuidos por la influencia menor de España en el concierto de las naciones, se tiende a infravalorar el prestigio y el reconocimiento adquirido por la intelectualidad española en los dos primeros tercios del siglo XX, en el ámbito de las relaciones internacionales que, por otra parte, se estaban consolidando como disciplina académica. No conviene olvidar que Madrid, con su Universidad central y su Instituto de Estudios Internacionales y Económicos, fue refugio de jóvenes juristas y politólogos alemanes, de estirpe judía, con afamada trayectoria posterior como Hermann Heller (fallecido en la capital en 1933), uno de los maestros de la Teoría del Estado, con gran predicamento en el mundo jurídico hispano; Hans Morgenthau, el padre de la escuela realista de relaciones internacionales; Gerhart Niemeyer, discípulo de Heller y forjador de una escuela de filosofía política en la Universidad de Notre Dame; o Werner Goldschmidt, miembro del Instituto Francisco de Vitoria y del Instituto de Estudios Políticos hasta su partida hacia la Argentina, en 1948, para ejercer la cátedra de Derecho Internacional Privado en varias universidades australes, creador de la teoría del trialismo jurídico (Luna, 1959).

Es bueno recordar que, entre 1920 y 1936, España estuvo siempre en el Consejo de la Sociedad de Naciones, a pesar de no ser miembro permanente del mismo, con la única excepción del bienio 1926-27. Que ocupó uno de los doce puestos de la Comisión Internacional de Cooperación Intelectual, creada en 1922, de la mano de Leopoldo Torres Quevedo, primero, y de Julio Casares y José Castillejo, después, al lado de figuras como A. Einstein, M Curie o H. Bergson. La Corte Permanente Internacional de Justicia de La Haya, desde 1921, contó entre sus once jueces con Rafael de Altamira, que fue uno de los tres reelegidos en 1930 por otros nueve años, prorrogados hasta la conversión de la Corte en el actual Tribunal Internacional de Justicia, en 1945. Además, Julio López Oliván fue el Secretario de esta Corte, desde 1929 hasta su extinción en 1945. Dentro del staff de la Sociedad de Naciones, sería Pablo de Azcárate, Secretario General Adjunto entre 1933 y 1936, quien más lejos llegaría. Salvador de Madariaga, por su parte, ejerce la jefatura de la sección de desarme entre 1922 hasta 1927, un foro que le permitirá convertirse en una figura destacada y reconocida del pacifismo y del internacionalismo liberal de entreguerras. Esta activa presencia no ha sido suficientemente abordada y cuando lo ha sido, se ha hecho desde la óptica de los intereses nacionales o de las relaciones bilaterales, con escasa perspectiva transnacional (Quintana Navarro, 1993 y 1996; Beneyto y Pereira Castañares, 2015). Integrado plenamente en el proyecto internacionalista liberal democrático, en 1919 la fundación en Zúrich de la Liga Internacional de Mujeres por la Paz y por la Libertad, conformó una plataforma decisiva para la concienciación, coordinación y movilización colectiva feminista (Sandell, 2015), que impulsaría, a su vez, en 1922 la creación de la Liga Internacional de Mujeres Ibéricas e Hispanoamericanas, presidida por la española Carmen de Burgos (Ezama, 2014). Al mismo tiempo, los lazos establecidos entre las instituciones científicas españolas y algunas fundaciones privadas norteamericanas como la Carnegie o la Rockefeller favorecerían su participación en las redes internacionales (Magallón, 2004).

Tampoco conviene olvidar el papel destacado jugado por españoles y españolas en organizaciones y redes no gubernamentales, tanto en la época de entreguerras como en la posguerra, posterior a 1945. En este sentido, se pueden mencionar los nombres de Fernando Martín Sánchez-Juliá, Joaquín Ruiz-Jiménez y Ramón Sugranyes de Franch en la cúpula de Pax Romana, primero como organización internacional de estudiantes universitarios católicos y después también de intelectuales, o la de Madariaga al frente de la Internacional Liberal y la Sección Cultural del Movimiento Europeo, o de Enric Adroher Gironella, en la secretaría general del Movimiento Socialista por los Estados Unidos de Europa, o de Josep Sans en la dirección de la Campaña Europea por la Juventud. En esos mismos años, a las redes intelectuales tejidas en el exilio por María Zambrano (Zambrano, 1945), Clara Campoamor, Victoria Kent (De La Guardia, 2016) o Pilar de Madariaga (Sánchez, 2017), se sumaron las establecidas en el seno de la UNESCO por algunas dirigentes católicas españolas que ocuparon puestos relevantes como Pilar Belosillo o Mary Salas (Blasco y Moreno, 2021).

La historiografía española sobre Europa del Este es ya abundante y ha merecido reflexiones y recapitulaciones destacadas (Martin de la Guardia y Pérez Sánchez, 2001; Flores Juberías, 2009b), amén de las aportaciones de miembros del proyecto de las que trataremos en el apartado de antecedentes y de las recogidas en las actas de los encuentros españoles de Estudios sobre la Europa Oriental (1999, 2002, 2004, 2006 y 2009a), ha abordado diferentes temas: los exiliados españoles en esos países (Eiroa, 2018) y de esos países en España (Eiroa, 2007); las relaciones del régimen franquista con la Europa del Este (Eiroa, 2001), o las mantenidas por la España democrática (Sáenz Rotko y Rodrigo Luelmo, 2018). En el pasado mes de octubre tuvieron lugar unas Jornadas de la Red Española de Investigación sobre Europa Central y Oriental [REIECO] sobre las nuevas tendencias en la historiografía sobre Europa del Este en España, concentradas en cinco paneles: relaciones políticas y diplomáticas entre España y Rusia/Polonia. Principios del S. XX y más allá; relaciones transnacionales y multinacionales en los años 1930; mujeres y familias en el socialismo; buscando el contacto con el exterior. Historias transnacionales de los años 1950 y 1960; finalmente, historia del presente. ¿Quo vadis, Rusia? El presente proyecto intenta contribuir a esas nuevas tendencias con el análisis del papel jugado por los exilios del Este y sus organizaciones en la construcción del proyecto europeo y en el impacto, veinte años después, de su adhesión a la Unión Europea en sus sistemas financiero y político, así como en la educación superior de aquellos países del área que son candidatos o forman parte de las políticas de vecindad.